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11-M
Fotomontaje digital asistido por ordenador. (33,23 x 22,82 cm) |
Era Jueves. Lo recuerdo perfectamente, aunque hayan pasado ya siete años. Los alumnos de 2º año de Ilustración, lo que me encontraba cursando en 2004, siempre entrábamos una hora más tarde a clase los Jueves. Llamadlo suerte, casualidad o destino.
Los estudiantes y profesores de la Escuela de Arte Número Diez, tomaban los medios de transporte necesarios o iban caminando desde sus domicilios (los que vivían más cerca) para acudir al nº 25 de la Avenida Ciudad de Barcelona. Yo siempre me desplazaba a la escuela siguiendo el mismo itinerario rutinario; tomaba la Renfe en Alcorcón hasta la estación de Atocha y allí, si iba demasiado cargada con mis bártulos, mi mochila y mi enorme carpeta, cogía el metro hasta Menéndez Pelayo (línea 1, dirección Congosto antes de su ampliación) en vez de darme el paseo transportando tanto peso, y con más motivo si hacía frío o estaba lloviendo, no por mojarme yo, sino por los desperfectos que la lluvia pudiera ocasionar a mis trabajos.
Aquella mañana del 11 de Marzo no me despertó el "kikirikí" del reloj-despertador como tenía previsto, sino el teléfono. Medio soñolienta, desperezándome por el pasillo y con más legañas que palabras me tiré de la cama para contestar a la llamada antes de que colgaran.
De repente, la noticia que me estaba comunicando mi pareja al otro lado del auricular y desde su casa me quitó el sueño de golpe, como una bofetada en plena cara; estaba a punto de comprobar que uno de los peores acontecimientos de la historia reciente de España estaba sucediendo.
Como reacción lógica me cundió el pánico de inmediato; alterada y nerviosa encendí impacientemente tanto la radio como la televisión (por aquel entonces no tenía ni conexión a Internet) para poder informarme más a fondo de las explosiones de aquellos vagones de trenes de Cercanías. Todas las autoridades, servicios de emergencia y atención sanitaria se desplegaron, los periodistas estaban sumidos en un auténtico caos, no había imágenes disponibles que mostrar al público y toda noticia referente a la masacre parecía llegar a los medios de manera insuficiente y escasa, y a veces hasta precipitada y errónea.
Ante la tensión, el terror instalado en el cuerpo y el desasosiego que me sacudía, mi teléfono móvil y el fijo no pararon de sonar, pues mis familiares, amigos y conocidos querían cerciorarse de cómo y dónde me encontraba; las líneas telefónicas se colapsaron y yo tampoco cesé de llamar a todos los que conocía para saber si estaban bien, entre ellos, telefoneé a mis compañeros de clase, que vivían en sitios tan dispares y distantes del centro de Madrid como Alcobendas, San Fernando de Henares, Leganés, Alcalá de Henares...
A día de hoy no sé expresar con palabras los sentimientos que afloraron en mí ante la tragedia que conmocionó a toda España y se hizo eco en el resto del mundo, o mejor dicho, prefiero no rememorar demasiados detalles para no revivir tanto dolor pues cosas así jamás se olvidan, se quedan grabadas para la posterioridad en la memoria personal y colectiva.
Mis problemas y preocupaciones se redujeron a cenizas, me parecían insignificantes comparados con lo que sentí y vi en Atocha días posteriores a los atentados. La multitudinaria manifestación que se echó a la calle en busca de consuelo más que para protestar porque nada se podía arreglar ni remediar ya, esas fotos de las víctimas, personas normales como yo, que plagaban cada rincón de Atocha; las paredes y los suelos de la estación repletos de escritos, dedicatorias, lazos negros y poemas, y ante todo, ese intenso olor a cera de las velas encendidas que atoró por completo un olfato tan susceptible como el mío. Si Dios posee nariz tuvo que oler esa cera aunque no estuviese cerca, porque así es como muchos nos sentimos, desamparados, consternados y preguntándonos si Dios estaba aún ocupado en recoger a tantas almas apiladas en los andenes.
El Lunes siguiente, 15 de Marzo, era mi cumpleaños y asistí a clase casi obsesionada por recobrar la normalidad y estabilidad, pero era una utopía hasta imaginarlo durante el trayecto, todos los viajeros, incluida yo, nos miramos en silencio y no nos hizo falta abrir la boca para comunicarnos y saber lo que rondaba por nuestras mentes; los policías salpicaban con su notoria presencia las estaciones y más que sentirme protegida me entró más miedo del que tenía ante tanto agente uniformado; en clase todo eran caras largas, angustia, tristeza y ojos enjuagados en llanto e impotencia; fue el cumpleaños más amargo de mi vida y como único regalo deseaba el imposible de dar marcha atrás en el tiempo para evitar lo acontecido y recuperar esas vidas sesgadas.
Esta vez no he publicado esta entrada para exponer mi obra en sí como viene siendo habitual, aunque me hubiese gustado que la ilustración que la encabeza la hubiera creado para una novela de ficción y no dedicada a conmemorar un suceso real de estas características; sólo quería compartir con vosotros esta vivencia, que no es la más intensa ni la más impactante de todas las que se pueden contar, es simplemente la mía.
Me gustaría despedirme con un humilde vídeo que yo misma he montado (el primero que monto con fotos y música en plan casero, así que es de lo más sencillito; mi buena intención se antepone al resultado) con una compilación de imágenes de Internet y una canción bastante dura y poco conocida de la banda de rock española "Sínkope", titulada "Charcos de quejíos en el suelo", basada en el 11 de Marzo e incluida en el álbum "Humo de Contrabando".